domingo, 8 de febrero de 2009

Relatos de Tenancingo.- Instructor. Raúl Gómez Trejo

Prólogo.

No espero dar a estas páginas ni siquiera gramática ortodoxa, porque cuando dejamos correr libremente la corriente emocional, la sintaxis nos traiciona, la ortología huye a esconderse e incurrimos en cosas que pueden considerarse cursis, pero que son debidas, exclusivamente, a que el sentimiento juega zancadillas con la razón. A raíz del Campamento de 1943 al Santo Desierto de Tenancingo, tuve la idea de ordenar una serie de apuntes dispersos para formar con ellos un acervo de recuerdos, una recopilación que con su lectura nos permitiera revivir, por unos instantes siquiera, los momentos felices que hemos pasado en ese paraíso milagroso. Pero algo me decía siempre: “No, no lo hagas, cada quién tiene su propia fisonomía espiritual, reacciona en forma diferente y lo que a ti puede parecerte ideal, a otro simplemente se le antojará insulso”. Por otra parte, ¿qué capacidades tienes tu para acertar a describir lo que ni el poeta podría intentar con el metro y la consonancia? ¿Te crees, acaso, capaz de escribir algo siquiera pasadero acerca de tus propias emociones? Y rompí la mayor parte de esas notas. Pero ahora, venciendo la voz de la razón, trato de no bordar una fantasía sino de poner en letra mis propios pensamientos, estos quedarán en gran parte trastocados, porque si siquiera hubiera podido escribir esto en el augusto silencio de una celda en el convento, repasar una y mil veces el camino incomparable del Carmen al Balcón del Diablo, ordenar tantos y tantos recuerdos en la cañada umbría del Manantial. Si por otra parte, cuando he estado en Tenancingo mi estado de ánimo hubiera sido siempre el mismo, tal vez no hubiera ese choque incomprensible de ideas y sentimientos pero no; una vez fue el romántico, otra el escéptico y otra, tal vez, el hombre simple y llanamente. Quién sabe si sentado en el puente trasero del convento en un atardecer quieto y tranquilo, mirando el espectáculo sin par de la barranca, una sinfonía de petirrojos, picamaderos y zenzontles, hubiera creado con sentimiento y calor una metáfora, pero no es así y, repito, encontrarán una mezcla confusa de todas esas cosas; algo de paganismo feliz y misticismo enfermo, sobrecogimiento y despreocupación, rebeldía y sumisión hacia el destino. Que Dios existe es indudable, la Vida misma es una afirmación de este hecho, lo llevo dentro de mí y así lo siento, en mis risas y en mis tristezas, en mis exabruptos y en mis cariños, en mi rebeldía y en mi esperanza. Es posible que no sea a imagen del que me enseñaron los maristas en mis días de colegio, pero el que llevo de hombre es más lógico, más grande, más paternal, y más accesible, El me ha acompañado siempre y se me ha mostrado tangible, pero en Tenancingo más que en ninguna otra parte, en esas góticas naves de la inmensa catedral que forma la “Morada de Dios” --como he dado en llamar al Santo Desierto--, mis pensamientos y mi corazón han luchado en un mar de contradictorias emociones. Realmente comprendo que estas disquisiciones no tienen pies ni cabeza, pero quiénes las leerán, esos mis únicos y enormemente queridos amigos al lado de los cuales ya hombre sigo siendo niño, las pueden comprender porque me conocen, y de los momentos de dicha que en Tenancingo he pasado cerca de ellos, es de lo que quiero platicar. Así pues, las páginas que siguen son simplemente un “¿recuerdan?” y así debe tomarse, quién sabe si en los momentos amargos y de prueba, distraigan y sirvan de puntal a la esperanza. Un cuento para el Balcón del Diablo Erase un hombre cuyo nombre no vale la pena mencionar todavía, llegó un día hasta Dios y se quejó de que en este planeta no había cosas bastante bellas para él y dijo que quería un cielo de perladas puertas. Dios señaló primero a la luna en el cielo y le preguntó sino era bastante bella, el hombre sacudió la cabeza y dijo que no quería mirarla siquiera, entonces Dios señaló las colinas azuladas por la distancia y le preguntó si las hermosas líneas no hacían grato y bello el panorama y el hombre contestó que eran vulgares y ordinarias. Luego Dios le mostró los pétalos de la orquídea y del pensamiento, luego le pidió que extendiera los dedos y tocara la aterciopelada superficie, le preguntó si no eran exquisitos los colores y el hombre dijo que no. En su infinita paciencia Dios lo llevó a un acuario y le mostró los gloriosos colores y formas caprichosas de los peces hawaianos y el hombre dijo que no le interesaban. Dios lo llevó entonces bajo un árbol umbrío donde soplaba una brisa fresca y aromada, entonces le preguntó si no era delicioso aquello y otra vez respondió el hombre que no le hacía impresión alguna. Después Dios lo condujo a un lago en la montaña y le mostró los juegos de luz en el agua, el sonido de los vientos que cantaban a través de los pinares, la serenidad de las rocas y los bellos reflejos en el agua, y el hombre dijo que no estaba complacido. Con la idea de que esta criatura suya no era de temperamento tranquilo y necesitaba de cosas más excitantes, Dios lo llevó entonces a lo alto de los Andes, al Gran Cañón del Colorado, a cavernas con estalactitas, y estalagmitas, a géiseres y médanos de arena, y a los cactos con formas de dedos de hadas del desierto, y la nieve del Himalaya, los riscos de la Cargante del Yantsé, los picos de granito de los Bosques Amarillos y las pasmosas Cataratas del Niágara, luego le preguntó si no había hecho Dios todo lo posible por hacer hermoso este lugar pero el hombre siguió clamando por un cielo de perladas puertas. Éste planeta.--dijo el hombre.-- no es bastante bueno para mí. --Presuntuoso y malagradecido. --contestó Dios.-- ¿de modo que este planeta no es bastante bueno para tí? Pues bien, entonces te mandaré a un infierno donde no verás el paso de las nubes por el cielo, ni la flor de los árboles ni escucharás el canto de los manantiales y tendrás que vivir en el hasta el fin de tus días en éste planeta. Y Dios lo mandó a vivir entre las cuatro paredes de una casa en la ciudad. El hombre se llamaba ...¡Cristiano! …Tomado del libro, “La importancia de vivir” de Ling Yután. El camino del cielo El camión cargado hasta los topes y con la mayor parte de sus ocupantes acalambrados, avanza penosamente sorteando los baches del camino, la carretera más o menos plana termina como a cinco kilómetros antes de llegar a Tenancingo. En las caras de todos se marcan claras huellas de cansancio, algunos miran sin ver. La noche anterior nadie ha dormido, los nervios hicieron imposible cerrar los ojos siquiera; unos, los que ya conocíamos el convento, por pensar esperanzados en las sorpresas que nos aguardaban; las manos que volveríamos a estrechar y los lugares que pensábamos visitar, otros, los que van por primera vez, atisban curiosos el paisaje. Primero vieron los hermosos pinares de La Venta y Salazar, después las llanuras sembradías de Lerma, Metepec y Tenango, ahora, en plena sierra, a los lados de un camino abierto en la montaña, con huellas claras de la dinamita en las canteras, ven que el horizonte se cierra entre ocotes y madroños. A un lado la barranca corre casi paralela al camino y a veces el aire nos trae a rachas, mil aromas de las flores ocultas entre el espeso follaje, el ocochal tiñe con ocre las laderas y el viaje transcurre excitante y sorprendente. Casi hay silencio a bordo, las conversaciones han ido decayendo, cuando alguien grita de repente: ¡Tenancingo! Media hora más tarde y ante un público nutrido de indígenas y curiosos, ya estamos bajando las mochilas. …Hay feria en Tenancingo, está aquí todo el encanto de los pueblos chicos con sus adornos chillones de fuerte colorido, con los gritos y pregones más curiosos; atruena la música de los juegos mecánicos que han cambiado ya el viejo organillo de manubrio por la ortofónica y el altavoz. La Ola está repleta, la Rueda de la Fortuna blanquea con la manta de calzones y camisas de los indios. La Mujer Aguila goza de un público considerable, la de las Serpientes llena la lona de su carpa con una multitud morbosa. Se alternan puestos de sarapes de Tenango con los de machetes y cuchillos de Chilapa y con otros donde se fríen, entre espesas nubes de humo, los chorizos de Toluca, pambacitos y la riquísima cecina guerrerense. Charritos enfiestados, indias con ojos negros y expresivos de capulín maduro, danzantes en la Iglesia del Calvario, pregones, olor indefinible a feria y a multitud, a mercado, a chumiates… Entro a una clásica botica de pueblo para escribir unas tarjetas y mientras me despachan observo los estantes en que se alinean simétricamente los antiguos frascos de porcelana que ostentan, ribeteados con filos dorados, los nombres de las más raras medicinas, dos enormes botellones de agua pintada y un venerable señor enfundado en una bata de cambray a cuadros rojos que despacha ungüentos, polvos y jarabes, completan la botica de Nuestra Señora de Lourdes en Tenancingo. Huele fuertemente a valeriana, la parroquiana espera con paciencia el remedio “pa'l empacho”, “pa'l dolor de caballo”, (que a lo mejor es apendicitis fulminante) y mientras espera mata el tiempo comiendo chirimoyas, cañas, cacahuates y tapiza el suelo de la banqueta con toda suerte de cáscaras que crujen al paso de los transeúntes. Entre los tumbos de otro camión cuyas redilas me muelen inmisericordes las costillas, salimos de Tenancingo por el camino al cielo… Dejamos atrás la blanca iglesia de la curva y en los aledaños del pueblo, los jacalitos se van haciendo más pequeños y espaciados, todos tiene árboles de tejocotes cargados de fruto, los capulines esperan la llegada de la primavera y se tienden, entretanto, perezosos bajo el sol y entre las flores, que aún en invierno nunca faltan asomando en las cercas, nos dan un adiós gentil y colorido. El camino serpentea por la llanura pautada por los surcos, dos carretas de bueyes perezosos llenas de rastrojo completan el paisaje en cuyo fondo va detallándose la arboleda del cerro en cuya cima se levanta el convento. Poco a poco las parcelas van desapareciendo, Acazingo queda, con su blanca torrecita, perdido en las primeras sombras de la tarde y la subida se inicia entre el bosque interminable. El diez minutos hemos ascendido lo suficiente para ver entre un claro de la vegetación como se empequeñece Tenancingo, las torres del Calvario hacen resaltar su blancura entre un gris casi azulado del lejano caserío que se enmarca por tres lados con la sierra y por otro con el fleco de los surcos. Seguimos subiendo, el jadeo del motor es casi el único ruido que rompe el augusto silencio de la montaña. Vamos hacia la morada de Dios y el panorama está a tono con ese pensamiento, a la derecha, monte arriba, la vegetación tupida se pierde entre las nubes, a la izquierda, una barranca profunda se deshace en cañadas, en gargantas y se pierde, por fin, en un mar de follaje verdinegro de bárbaro esplendor. Media hora dura la subida y durante ella, cada vuelta en el camino es un telón de fondo diferente, magnífico y grandioso. El frío de las alturas nos hace trasegar entre un montón informe de mochilas y sarapes en busca de la chamarra, el aire es frío y perfumado, huele a tierra húmeda, a hojas, a tronco y a limpieza. Es más sutil, se mete en la nariz y en los pulmones llenándolos de una sensación de infinito descanso, de tranquilidad y poesía que nos invade y podemos sentir como se relajan paulatinamente los músculos cansados; tal parece que ese aire quiere lavar el olor a ciudad que tienen nuestras ropas, quizá unja con aromas de la sierra para que lleguen los cuerpos más puros al convento, tal vez quiera celoso, absorber el pensamiento para borrar de el todo vestigio terreno y adentrarlo en la contemplación de sus grandezas. Pero ya hemos llegado al Carmen, a ese rancho feliz que se engalana con la puesta del Sol tras el Nevado, y para hablar de ese rincón tan querido por nosotros, copio un trozo de un diario anterior. “…pero cerremos los ojos y hagamos recuerdos, aquí está ya el Carmen; las blancas casitas perdidas en riente arboleda; de Lencho es aquella que tupe las bardas con su rosaleda, ¡que ritmo de vida… que lenta transcurre… aquí un anciano sentado que vive en recuerdos… allá un borrico cansado que tasca y discurre. La calle de Hidalgo se alarga en confines, se hunde en portales, en grises adobes y en árboles verdes que dan capulines… Venancio trasiega un apero de bueyes, hay dos campesinos hablándole a Hilario que entiende de Leyes, la cruz de su casa destaca en el campo del cielo teniendo al fondo el Nevado con nieblas y hielo. Un gallo garboso de inhiesta cola, campea sus respetos entre la palomilla de blancas gallinas que al puerco disputan el ancho corral… y allá en el camino, subiendo hacia el Carmen se acercan dos mulos de trote cansino, con un campesino que tercia el morral". “…y a beber limonada, ya sea blanca o colorada pues a la sed le da igual, que ya después un chumiate, dos gorditas de botana que entresaca del tompeate que está al lado del comal, Josefita, la morena y linda indita que deshace el nixtamal…” En la morada de Dios En pleno campamento Ya podemos sentirnos en pleno campamento, todas las inquietudes, zozobras y amarguras que desde hace dos meses hemos estado experimentando, comienzan a desvanecerse a la vista de la maravillosa calzada que va del Carmen al convento, brota como arrancada de las hojas de un albúm milagroso con toda la magia de su incomparable belleza, hay música de salterios en el viento que agita la enramada, huelen a iglesia los cedros de Líbano que jalonan el sendero, huele a resinas, a flores raras, a tierra abonada con perfumes. Que visiones de paz y de quietud a cada paso, se antoja que estamos caminando por las naves de una gótica catedral por cuyos ventanales la luz mortecina de la tarde hace filigranas al filtrarse entre el encaje de las frondas. Pisamos por sentir nuestros propios pasos sobre una alfombra de hojas abatidas por el viento de diciembre y a pesar de ello, solo en algunos tramos se ven girones de cielo que empieza a descorrer su manto oscuro para lucir el joyel de sus luceros. Las rejas de este atrio indescriptible las forma el robledal chorreando heno y lámparas votivas son las ramas que brillan en las copas con la luz que muere tras las bardas del convento. Hay en esta calzada toda la armonía y la vividez de un cuadro de paz bucólica y tranquila, y no nos sorprendería ver un fauno oculto entre el follaje atisbando nuestro paso u oir la flauta del Dios Pan haciendo contrapunto al caramillo de las aves; todo es silencio y quietud en la calzada, quietud y paz que alivian y acarician… La contemplación de los Vía Crucis con sus inscripciones ya borradas con el paso de los años, absorben el espíritu en la filosofía de la estación. Es cierto que mi sien está ya cana, pero conservo mi ardimiento bronco; pues la escarcha glacial de la mañana hiela mi copa, pero no mi tronco. Nunca envidio a nadie el privilegio, yo de la fuerza y la piedad ejemplo; mi soberbio penacho es manto regio y mi comba beatífica es un templo. Erguido como firme campanario, testigo fui de lances peregrinos, a mi sombra el poeta visionario concibió los arpegios de sus trinos. Yo cobijé a la núbil pastorcilla que sucumbió al encanto de una treta del nervudo galán de fe sencilla y que, sin sospecharlo, era poeta. Vencido el legionario en la contienda, lloró a mi abrigo su fatal derrota, y al servirse de mí cual de una tienda, colgó en mi tronco su espada rota. Mi absorbente raíz bebióse el llanto que vi verter al triste soberano cuando fue a sepultar su desencanto bajo el pardo sayal del franciscano. Y en la hora cruel, sacrílega en esencia hora de maldición, hora de xxx Tíbulo,xxx cediendo al fallo de fatal sentencia me alcé para matar… y fuí patíbulo. Ya nada nuevo a mi experiencia asombra, en mí grabó una página la historia, y al cubrir a los siglos con mi sombra, recogí sus vergüenzas y su gloria. Los hombres no me entienden. Soy anciano y me agobian los años y las penas, pero aún un raudal ardiente y sano se filtra en los canales de mis venas. He visto florecer al egoísmo, medrar al vicio y encumbrarse al crimen, a la falsa caridad con cruel cinismo humillar el dolor de los que gimen. Y a todo lo que es santo bien del cielo, inocencia y candor y fe y justicia, rodar hecho jirones por el suelo mientras se alza triunfante la malicia. Más en este naufragio en que perecen la virtud y el amor, en santa ofrenda, siempre abiertos mis brazos que florecen me doy en sombra y paz sobre la senda. Y así, viejo Quijote del Camino, a pesar de mis cruentas cicatrices, lo mismo doy abrigo al peregrino, como al sapo que escarba mis raíces. Yo soy el roble altivo y milenario que sirve de dosel al caminante, y al hacer de mi copa su santuario el piadoso pinzón sobre el camino, sosteniendo a ese pájaro triunfante ¡soy el augusto pedestal del trino! Si el poeta Luis Valero del Hoyo, autor de estos versos hubiera sido Patrullero, no hubiera interpretado mejor este que parece ser un inmenso pañuelo verde y café flameando al aire en Tenancingo, y seguramente que la umbría cañada del manantial debió haberlo escrito. Ya hemos traspuesto los gruesos muros de la entrada, se presenta ante nosotros otro conjunto que difícilmente puede ser descrito. Ahora el panorama ha cambiado, los arcos que dan acceso a la Hospedería son la primera manifestación de una ingeniería exquisita, cuidadosa. Al frente con su techo de dos aguas sostenido por un grueso amarre que remata en una cruz, tenemos la entrada al convento en sí, a la izquierda recostada contra la barda que se desploma en un torrente de bugambilias, se encuentra una chocita de tablones que hace de cocina al encargado del convento, un chirimoyo cargado de frutos, el piso desigual de piedras y una fuente que canta con el agua de un chorro entubado, forman ese conjunto que tanto nos recuerda un campamento. Y dije que ya estábamos de lleno en esa semana de dicha que es un campamento, pero fue en el Santo Desierto y no quisiera entrar de lleno a los detalles sin antes ir desgranando uno a uno mis recuerdos, gozarlos avaramente y repasarlos como las cuentas de un rosario. Así pues, dejemos que el espíritu guiado por los recuerdos, dé paso y levanté los ojos para leer: “…Tema la justicia divina todo el que profane este Santo Desierto…" Fray Pedro de Santa María. Cierto es que nosotros, cuando hemos disfrutado de la hospitalidad de este convento tan querido, hemos gritado, reído, tocado a rebato las campanas, que nos hemos metido por todos sus rincones sedientos de luz y de alegría, pero lo hemos hecho siempre inbuídos por la clara risa de lo sano, de lo infantil si se quiere, tomando la admonición de Fray Pedro como una advertencia paternal a un chico que es todo movimiento y travesura; los años no cuentan ahí, el tiempo se desconoce, a cambio de la seriedad que dan las canas, tenemos un corazón que sabe reír sus emociones, ojos que ansían retener todos los paisajes, manos que acarician y alma grande. ¿Recuerdan? Como suenan en el piso de ladrillos los tacones pesados de las botas. Diez pasos apenas y el chorro de agua que cae en la fuente del primer patio nos saluda jubiloso, como tantas otras manos que estrechamos con las nuestras, ese patio, como su dedo cantarino se agita en generosa bienvenida. Las celdas se nos muestran vacías y como deseosas de albergarnos, vemos las camas de tablones y las cruces pendientes de los muros, cada celda con su ventana y su enrejado de madera, muchos vidrios muestran huecos como si, rebeldes al aire encadenado por puertas y paredes, quisieran sentir la caricia del aire que entra de la huerta. En algunas hay roperos de madera apolillada y mesas, el claustro con su vida de paz y de renunciamiento se nos muestra escueto y conciso. Nada superfluo, nada inútil, nada que recuerde que allá abajo, en el mundo material, millones de seres se debaten en una lucha atroz, en una guerra de dientes y garras, de traiciones y de horror, Aquí, todo es silencio, tranquilidad, quietud… La característica principal del Santo Desierto es eso, silencio …tranquilidad …quietud… No dejemos que el espíritu del recuerdo siga solo, vayamos con él. Ya llega a la cocina y mira a doña Jovita quién tras limpiarse las manos en el delantal nos saluda con esa sonrisa que le llena todo el rostro. Miren las mesas, hasta me parece oir la balumba metálica de platos y cubiertos, la llave de golpe, única en ese estilo que he visto en mi vida; el fogón de cuatro hornillos, el estante donde guardamos todo el almacén que requieren ochenta ávidos apetitos. Las magnolias que montan guardia a la capilla y los arcos del corredor, enmarcan la antiquísima puerta que da acceso al interior del templo. Entramos y vemos en vitrinita en la que guardan tarjetas, escapularios y medallitas. Ahí están las fotografías de Fray Pedro de Santa María, de la Virgen del Carmen, del Cristo de las Siete Suertes, del Angel Guardián de la Nación Mexicana, de Santa Teresita del Niño Jesús y otras más que desgraciadamente no recuerdo. Bancas de roble muy antiguas también y con claras señales de polilla, se alinean simétricamente hasta pocos metros antes del altar mayor, hay una profusión inmensa de flores en todos los altares, la Virgen del Carmen luce toda la magnificencia del culto, luces y sombras movedizas por la iluminación de muchas veladoras dan ese aspecto irreal de las iglesias, también aquí los olores se marcan fuertes y a la vez confusos, incienso, del que se han saturado paredes, muebles y cuadros, olor a cera, aroma de rosas, y todo en conjunto, lo que da ese sello característico de los templos. Visitamos la capillita del Cristo de las Siete Suertes, al pie del cual se dice que están sepultados los restos de don Guadalupe Victoria, de Fray Pedro de Santa María y de Santa Teresita del Niño Jesús. Cuando volvemos a la nave principal recuerdo que en un pasado campamento llegué hasta la capilla atraído por un coro de niñas que celebraban el mes de María. Hubo algo en esa ocasión que no podría definir y que realizó en mí una transformación radical, que me hizo ver que, a pesar de todo, la vida siempre tiene destellos de esperanza, que la fe se pierde fácilmente pero cuando se recupera ilumina un mundo interno en el que tenemos un santuario apenas conocido. Fue un Campamento de amigos de Semana Santa y prefiero transcribir un párrafo de aquel Diario que nadie conoció… “…y aquí algo que escribo obedeciendo a una imperiosa necesidad de desahogo. Pocos campamentos han dejado en mi ánimo la satisfacción espiritual de éste, vengo ya lúcido del alma y creyendo haber aclarado algo que el mismo corazón y el cerebro son capaces de aclarar, pero al mismo tiempo incapaces de ordenar porque el alma no recae en esos centros, sin saber porqué, tal vez influenciado por la paz y la felicidad inexpresables del Santo Desierto, el Jueves Santo visité yo solo la capilla. En su silencio y en su ambiente saturado del olor a cera, subconcientemente comencé a hacer un balance que desde hace mucho tiempo no había hecho, esa dicha que estaba viviendo en el campamento era para mí casi desconocida, o más bien la tenía casi olvidada. La tuve cuando niño, pero a partir del momento en que comenzó mi lucha por la vida, cuando tuve que confrontar trágicas realidades y descender a un plano inferior para dar paso al instinto de la garra necesario en la lucha, pasó a ocupar un sitio en el rincón de los olvidos, y al comparar digo, la vida dura de que me había escapado durante esa semana con la felicidad que disfruté, sentí impulsos irresistibles de hacer una oración y amarga queja, y pedí desesperadamente, con un fervor fogoso, el retorno de la esperanza, la vuelta de la ilusión y de la vida; ¿fue acaso una reconciliación con mis propios sentimientos, un desenvolvimiento del espíritu que abjura del materialismo recogido como polvo en el camino de los años en donde han quedado girones de corazón y se ha tenido que abandonar alma y dulzura por creerlas impedimenta inútil? ¿Que soy un rebelde que odia la resignación y la considera cobardía? No tengo la culpa, ¡la vida me ha golpeado mucho y muy cruelmente, los golpes engendran eso, rebeldía !Pero …¿no había muchos motivos palpables para dar gracias por ese paréntesis de dicha incomparable y grande? ¿Y si a pesar de todo enfrentara mi destino la rodela de una fe inquebrantable… Y sin rayar en misticismos absurdos, puedo asegurar que lavé con el bálsamo de una creencia revivida muchas de las cosas que días antes pesaban sobre mí como el mercurio… Acompáñenme ahora hasta la huerta, no estamos ya cansados y a pesar de eso, el aire fresco, aire abierto, nos hace buscar asiento en el brocal de la fuente, está triste la fuente, no tiene agua, sólo tierra, mucha tierra… parece un ojo que antes fuera cristalino y que a fuerza de llorar su soledad se ha ido secando, pero no está sola, la rodean amorosas de su íntima tragedia, las maravillosas campañillas azuladas, las bellísimas rosas de la virgen, los duraznos que florean en primavera… el paisaje milagroso de los cerros. A la vuelta está la morada de los pájaros parleros que vuelan en parvadas al acercarnos nosotros al camino de la pileta; aquí también el agua nos saluda, los cristales movedizos nos invitan al baño y a la frescura de un descanso, todo es luz, aire sano y frío, perfumes, color y encanto. Volteo la cara y veo esa familia bien avenida que me sigue, que como yo, goza admirando la riqueza de la Morada de Dios, y me siento feliz y tranquilo, algo indefinible rompe el ceño estereotipado de mi frente y hace que mis labios se distiendan en una sonrisa clara, sincera y venturosa. Antes de entrar a la paz acogedora de las celdas, antes de que nuestros ojos se cierren en el sueño de la noche, quiero dar unos pasos alrededor de los corredores. Aquí está la sacristía, aquí los confesionarios que despiertan en mí muchos recuerdos dormidos… de niño fui monaguillo. Doy la vuelta, en el corredor siguiente me toco la nariz, casi por donde voy ahora, hace años la estrellé contra un muro. Empujo la pesada puerta de roble y entramos al comedor, todo está exactamente igual, nada ha cambiado. Desde que lo conocí sigue siendo lo mismo, austero, silencioso, bellísimo y sencillo; sus largas mesas pegadas a los muros, el púlpito, la cruz que domina el recinto entero… todo igual… todo lo mismo, seguramente que cuando los huesos del más pequeño que ahora nos acompaña se hayan deshecho y revuelto con la madre tierra, todo esto seguirá inconmovible, recio y firme como el roble de sus mesas. Son las cinco de la mañana y ya es imposible dormir, una parvada inmensa de pájaros argentinos, embajadores de la naturaleza radiante del Santo Desierto, nos obsequia con unas mañanitas en la huerta. Estoy terriblemente envarado y adolorido, los tablones de mi “cama” me lanzan literalmente de ella, todos mis compañeros de celda duermen pesadamente, con ese sueño total que no se acaba sino con gritos que por ningún motivo, estoy dispuesto a dar. Me visto lentamente y sin dejar de contemplar el paisaje que se ve a través del enrejado que da a la huerta. Afuera está oscuro, la luz incierta de la luna se hace más intensa con la proximidad del amanecer. Salgo de mi celda y voy a sentarme en el brocal de la fuente, siento un infinito descanso interno, una tranquilidad alegre y optimista. Por el cerro aquende el manantial, el cielo comienza a tomar tonalidades exquisitas… es el pincel de Dios coloreando el nuevo día; lentamente en una lucha sin violencias, con toda la majestad de la naturaleza, la luz del alba va absorbiendo los colores y se desvanecen en una explosión magnífica de luces, los domingos tienen más luminosidad que el resto de la semana, este, en el Santo Desierto de Tenancingo, en la Morada de Dios, es sencillamente indescriptible, se antoja estar en el almacén que surte al mundo de luz y de calor. En esta altura solo podemos ver arriba y olvidamos, o cuando menos tratamos de olvidar lo que hay abajo. Vuelvo al interior del convento y en uno de los patios busco la caricia del agua helada de una fuente, el embotamiento ha desaparecido para dar paso a esa lucidez tranquila y gozo indeciblemente con el agua; noto, sí, que mi cerebro comienza ser más perezoso y que todo aquello que el día anterior todavía encontraba explicación, ahora se adormece para dar lugar a una sola cosa, a la tranquilidad sin buscar razones. Cerca de las nueve el convento se puebla de voces y de risas, en todos se nota el descanso y la curiosidad, las miradas lo taladran todo. Para el que no conozca a Esteban, hubiera sido motivo de honda preocupación su despertar; primero se dio el obligado porrazo y después, sin darle mayor importancia, comenzó a platicarnos lo siguiente: “Fíjense que la otra noche me alcancé la puntada de ir con mis jefes al tiatro, y ay mano, salieron unas triples re tres dos y en el floro, le hacían así manito, resuave, parecía que estaban trastimiendo semaflorismo, ¡ah! y después, subió un prestiditador que hizo rete hartos floreos.” Calló por unos instantes mientras se rascaba sabrosamente y tronaba todo él en desperezos; continuó diciendo: “Ayer antes de salir pacá, me empujé en Tenancingo un chico cachote de alcanflor de coco de este tamaño, y solo me costó quince chiquitos… Mayo solamente acertó a mover la cabeza con una sonrisa maliciosa, Mario y Marco Antonio se quedaron como quién ve visiones y Lima, azorado, optó por salirse de la celda, pero después de todo la cosa no tenía mayor importancia, cosas de Esteban que nació ”traumbolicado" y la traducción de esa horrorosa mermelada lingüística es simplemente la siguiente: “La otra noche tuve la ocurrencia de ir con mis papás al teatro; actuaron unas tiples primorosas y evolucionaron en el foro muy bonito, movían los brazos y parecía que estaban transmitiendo semaforismo, después un pretidigitador, (por nada me enredo yo también) hizo algunos trucos bastante simpáticos; y ayer, en Tenancingo, antes que saliéramos para el Convento, me comí un buen pedazo de alfajor de coco que me costó solamente quince centavos…”, ahora ya tengo razones muy especiales para refutar las teorías acerca del mimetismo, pues si realmente existiera, todos los que con Esteban compartimos la celda “6" ya estarímos usando una bellísima aunque un poco incómoda camisa con las mangas atadas a la espalda y habitando un cuarto de paredes acolchonadas en Mixcoac, Distrito Federal. Salimos en grupos al Balcón del Diablo después de una rápida visita al convento, caminábamos lentamente formando grupos nutridos y los oficiales, rodeados de muchachos, procurábamos responder hasta donde era posible al torrente de preguntas que nos hacían. Las piedras de duras aristas que hacen camino a un costado del convento nos obligaban a buscar la vereda que bordea la barranca, los ojos brincaban de aquí para allá saciando sus ansias de paisaje, toda la magnificencia indescriptible del paisaje se extendía ante nosotros como una visión de maravilla y comprendemos que la subida de Tenancingo y el camino hacia el convento, no fueron sino una preparación espiritual, una mera anticipación, para que pudiéramos llegar a este Edén sin bruscas sacudidas… Ya desembocamos en la poética hondonada trasera del convento; inconscientemente los grupos se han ido seleccionando de acuerdo a sus aficiones, van juntos los que corren, ríen y gritan, los que se quedan absortos en la contemplación del paisaje y tratan de perpetuar las escenas increíbles con clicks nerviosos de las cámaras fotográficas. David Fuentes, Arellano, Guajardo y muchos otros van conmigo, extraño la sombra del inseparable Palomo que hoy llegará con Sergio y Helios, Pozos camina entre la garrulería de los Méndez, Carsellés, Pereyós, Peretús y Peretodos. Atravesamos el puente saboreando gozosos el sol de la mañana, nos hartamos la vista de encinas, de robles, de madroños y de luz; los amigos parecen transmitirnos en la presión cariñosa de sus manos en nuestros hombros un gran afecto y una tranquila comprensión y aún, ¿por qué no? la admiración que sienten por la leyenda que tienen o tenemos muchos jefes, algo así como un sentimiento de paz interna, de complacencia y reciprocidad a los afectos de gratitud por ese mundo que nos llena el corazón de dicha, desliza en nosotros su alegría. Cuántas veces hemos hollado esta misma vereda, …cuántos que fueron amigos como los que ahora me rodean ya no recuerdan Tenancingo… !La barranca estalla en una fiesta de robles, orquídeas y trinos, los jardines de la Morada de Dios se tienden a la izquierda del camino para recibir mejor el calor de ese solecito patrullero que con troncos y follaje hace un inmenso pañuelo verde y café, y poco después de pasar la Puerta de la Excomunión, ya en ruinas, el abertal glorioso del Balcón del Diablo nos ofrece su panorama incomparable. arriba un cielo intensamente azul, abajo, muy abajo, el caserío de la colonia destaca el gris de sus adobes en el verde multitonal de la llanura, el cerro del campanario es apenas un promontorio casi informe y atrás, Malinalco esconde avaro sus riquezas arqueológicas en las profundidades de su barranca y la maleza; a los lados la vertiente de un maravilloso cañón se abre para que el maravilloso caudal de sus bosques desemboque en el mar del vasto llano. En el horizonte azulado por la distancia, acertamos a ver los predios que en la lejanía son araños dados por la mano del indio en la verde epidermis de la tierra; no hay, realmente, adjetivo capaz de interpretar completamente lo que es el Balcón del Diablo, porque el Balcón es luz, color, espacio infinito, Dios seguramente, debe idear ahí lo mejor de sus grandezas. Recuerdo el Viernes Santo en el campamento de 1943; fuimos por la noche al Balcón y como si la naturaleza toda quisiera hacer acto de presencia en toda la magnitud de su grandeza, nos fue dado contemplar un espectáculo de imponente majestad, Dante hubiera escrito el mejor de sus cantos esa noche; San Malaquías hubiera legado a la posteridad un pasaje bíblico grandioso. El enorme abetal que se extiende hacia el barranco estaba cubierto con un sudario de neblina, en las lejanas cresterías de las montañas que dan frente al Balcón, la luna comenzó a salir entre girones de nubes intensamente rojas, roja era también la luna, un viento helado y silbante, violento y agorero azotaba con furia los bosques del Balcón; las linternas se apagaron, desusadamente todos callábamos, otro sonido que no hubiese sido el del viento hubiera profanado esos instantes. Cuando emprendimos el regreso al convento, pensábamos que seguramente esa luna roja, cantada en Yucaltepén, mordió la tierra esa noche. Pozos, Ismael, Champaña y yo, fuimos al Carmen a recibir a los que llegaban; visitamos primero a don Venancio a quién me permito presentar a ustedes, tanto gusto en conocerlo, pero para los que no hayan tenido ese placer o quieran recordarlo, les diré que un sombrero oculta siempre la anfractuosidad que él pomposamente considera su cabeza; esta cabeza, es triangular, semeja la forma de un pan de azúcar sin partir y el conjunto comienza con una frente amplia y despejada, y muy amplia desde luego, porque sinó sería imposible que cupieran en ella las mil tramas que urde para ganar más dinero del que llevamos todos al campamento. Su lema se parece al de algunas casas comerciales que venden o consiguen “desde un clavo hasta una locomotora” y en cuanto al precio… ¡bah! tres o cuatro veces mayor del razonable y bien servidos; entre la frente y la boca tiene una artística nariz respingona y un tanto coqueta, del que, o de la que, mejor dicho, penden unos flequillos que no sé porqué llama bigotes y le sigue una boca con aroma de cirrosis por su afición desmedida al tabaquillo, la menta, la zarza y el durazno. Pero ya fuera de toda guasa, Venancio es buen amigo, hace pan que provocaría un espantoso conflicto en México por sus dimensiones, calidad y sabor. Lucha tesoneramente y nos llama respetuoso, don Vaca, don Rafael, don Germán, etc. Pero ahora necesitamos saludar a don Hilario, el cacique de la región y gran amigo de los patrulleros; la cruz de su casa es la mejor de todo el pueblo, acaba de enviudar y nos recibe con una sonrisa triste y acogedora; se le obsequió ayer que llegamos con una medalla de plata que ostenta su efigie y, naturalmente, está muy complacido. Pasamos al patio de su casa y mientras escanciamos de buena o de mala gana un purísimo “tlachicotón” que nos ofrece y resultaría peligroso despreciar, (nada menos que nos corran del convento), don Hilario fue en sus mocedades acólito de Fray Pedro de Santa María, de él nos ha contado muchas cosas, de su calvario durante la Revolución en manos de las hordas zapatistas, de su larga enfermedad y de como las várices terminaron con la vida de un justo en la celda “5". Ahora vamos a casa de Aniceto y nos encontramos con Lencho, su hijo, a éste fornido mocetón lo conocimos desde niño y siempre ha sido el amigo más querido que tenemos en El Carmen, porque tiene la virtud de saberse conquistar cualquier ánimo en su favor, nunca ha faltado al último Vivac de un Campamento y junto con nosotros ha dejado resbalar sus lagrimas en esas noches conmovedoras e inolvidables. Callado, observador y sumamente servicial, hijo inmejorable y hermano de iguales condiciones, Lencho se bate a brazo partido con la miseria secular de nuestros indios; trabaja en la siembra, en la cosecha, acarrea agua desde una larga distancia y da gusto verlo, con la fusta en la mano, obligar al caballo girar trillando el trigo; jamás me ha faltado el obsequio sencillo y enorme de su cariño; cuando va a verme siempre me lleva algo, tejocotes, capulines, pulque… pero ahora el niño se ha vuelto hombre, no en vano las sienes de mi cabeza comienzan a blanquear, Lencho va a casarse y si, como lo ha ofrecido seriamente nos avisa, es seguro que todos los que le debemos el favor de su amistad grande y sencilla estaremos con él en la capilla el día que las campanas repiquen por sus bodas. Como no vienen los muchachos, necesitamos acabar con el protocolo del Carmen, visitamos a Domingo que nos recibe con la mirada alegre y maliciosa de su ojo único; en el patio de su casa encontramos a Santos y a Felipe y platicamos con ellos en esa forma llana y a la vez ceremoniosa que usan en los pueblos, no puede faltar la ingestión de chumiates y Josefita nos ofrece unas tortillas con manteca y bien surtidas del picoso chile de Malinalco. Por fin regresamos al convento, alguna cosa ha hecho que los viajeros se retarden y necesitamos vigilar las mil y una cosas que exige el campamento. Javier Velez, René Morelos y Mariano César Gómez, (Helen Hells and Co.) ya habrán hecho demasiadas barrabasadas aprovechando la ausencia de los jefes, al atolito y las lianas ya habrán arrojado un saldo nada despreciable de raspones y Esteban estará hecho un nudo con la comida, el hambre estará poniendo sellos de tristeza en las caras que nosotros debemos mantener siempre alegres. Y qué típicas son las horas de comida en campamento, aire, sol, luz y risas son los mejores aperitivos, con un poquito de chumiate el estómago se regocija ante la presencia del estupendo puchero, de las inestimables tortillas que salen calientitas y doradas de las manos morenitas y nerviosas de la esposa de don Hipólito, de la sabrosa salsita que unciosamente corre de mano en mano por las mesas, de la carne, (cuarenta kilos compré ayer en Tenancingo) que se deshebra en grumos de manteca, y qué decir de los frijoles, de esos estupendos bayos gordos que en manos de Jovita son bocados deliciosos. Aquí no se conoce el aluminio que quita sabor a la comida, es el barro de Acazingo, hecho ollas y cazuelas el que imprime gusto a la comida, y el carbón de “puro encino” de los bosques aledaños el que cuece lenta y sabrosamente el “pipirín”. Pero no todo es vida y dulzura, hoy en la tarde cuando apreciaba debidamente un ataque de hipercloridria, producto del chumiate y el chilito, y en tanto ayudaba a Palomo a acomodar “su mudanza” en nuestra celda, tuve el primer encuentro macabro y espeluznante del campamento, la primera víctima de los comprobados sucedidos de Tenancingo había sido yo y, naturalmente sufrí un horroroso desmayo, no sé cuantos brazos me levantaron para llevarme de la sacristía a la celda, que eran muchos, es indudable, que cada quién tiraba de mi pobre humanidad por distinto lado, también es tan cierto como la Biblia, y la reacción natural a este percance, fue que las carreritas por celdas y corredores, los paseos furtivos por la huerta, los toques de campana escandalosos y demás monerías de los muchachos, cesaron como por encanto… y de ahí pa'l rial. Con terror confrontamos que hoy es lunes, dos días de campamento que se han ido a confundirse en el abismo del tiempo y del recuerdo. Muy temprano se ha despertado cada celda, mi experiencia macabra tuvo hondas repercusiones es noche, cada uno hizo de sus cobijas un talego polar y nadie se atrevió, siquiera, a salir solo a los patios para el desahogo de imperiosas diligencias, solo que,… la reafirmación se impone, ya que los Guajardos, los Velez y demás, oponen contundentes argumentos científicos a lo que los demás aceptan sin meterse en más honduras, pero eso más tarde, no hay que quitarle alegría al campamento y por eso, cámara al hombro, camino con Palomo rumbo a la Ermita de la Magdalena. Pese a las risas y a la algarabía de los muchachos, no se llega a romper nunca el ambiente augusto del Santo Desierto, si acaso, las bellotas al caer simulan una lluvia intermitente a la que sigue el silencio y la tranquila paz que pone bálsamos de quietud en nuestros corazones. Sentado aquí, sin cosa alguna que me obligue a ir de prisa ni nada que lo justifique, me asalta repentinamente el recuerdo de los camiones y tranvías de México, qué grotescos me parecen, me acuerdo de las calles y de las gentes y se me figura algo así como una idea de Esteban, “triples que se mueven en un floro de apariencias” y que llevan dentro ambiciones, anhelos, amarguras, y el privilegio de nosotros, por el que debemos gratitud, es que hemos podido sustraernos de ese “floro” en el cual también somos marionetas del destino. El interior de la ermita es muy frío, en este santuario casi en ruinas, las paredes conservan restos de pinturas similares a las que vemos en muchas de las celdas, aquí venían los carmelitas en busca de silencio, de inspiración, de conformidad tal vez, de alejamiento… ¿cuántas novelas nunca escritas fueron las vidas de esos hombres?… ¿qué los impulsaría a dejar el escenario de la vida para venirse a perder bajo el hábito café de Tenancingo?… Quizá aquí hayan cobrado vida y color las bellísimas leyendas que aureolan la Morada de Dios, y ya que de leyendas se trata, veremos si recuerdo algunas. El Cristo de las Siete Suertes Se cuenta que en cierta ocasión un rico piadoso mandó tallar la escultura que orna la capillita que se encuentra a mano derecha de la nave principal en el convento, deseoso de ganar méritos divinos e indulgencias para aquella su fortuna amasada sabe Dios como, entregó al Arzobispo la santa imagen como donativo para cualquiera de las órdenes religiosas de esa época. El prelado convocó a representantes de aquellas órdenes, les expuso el motivo y propuso se echara a suertes el resultado. Siete veces consecutivas el Cristo quedó a favor de los carmelitas de Tenancingo y pese a las argucias y protestas, con las solemnidades de rigor la imagen fue llevada al convento, de ahí dicen que viene el nombre de El Cristo de las Siete Suertes. Cuentan, también, que en cierta ocasión la imagen desapareció misteriosamente del nicho en que se encuentra, los carmelitas estaban desolados y muchos de ellos emprendieron largas caminatas en busca de su Cristo hasta que una noche, donde cada uno de ellos se encontraba recibieron un aviso divino y regresaron. Grande y placentera fue su sorpresa al encontrar que el nicho antes vacío, albergaba nuevamente al Señor de las Siete Suertes, quién tan misteriosamente como desapareció, había vuelto sin saberse como ni cuando. El balcón del diablo Cuanta la leyenda que cuando los carmelitas habitaban el sitio que ahora se conoce por el Desierto de los Leones, llegó un día un hombre pidiendo que se le admitiera como siervo de la orden, y aquel hombre de gallarda presencia, suntuosas vestiduras y modales cortesanos, noble de alta alcurnia con prominente posición en la corte virreinal, que ahora daba un brusco sesgo a su vida, era nada menos el tema de conversaciones de nobles y plebeyos; se enamoró locamente de una bellísima castellana y por ella abandonó la vida de disipación y los lances escandalosos que lo habían hecho tristemente famoso; pero una noche, cuando ya estaba todo preparado para los esponsales, el suntuoso palacio terminado en las calles del Relox y el galán impaciente por gozar de la dicha que soñaba, sorprendió que había otro hombre de por medio precediéndolo en la cita; tirando de la tizona, se batió con el rival dándole muerte. Muchos días de amargo sufrimiento debe haber conocido el caballero, en el fausto de su palacio debe haber pensado y, al fin, abandonando nombre, riqueza y posición, se llegó hasta las puertas del convento pidiendo paz y olvido a su pasado. Cuando los frailes se vieron obligados a emigrar del Desierto de los Leones, nuestro hombre partió con ellos, tiempo hacía ya que había tomado los votos y con sesenta compañeros emprendió el camino hacia lo desconocido. Muchos de aquellos frailes jalonaron con la cruz de sus tumbas el largo camino, las penalidades de un viaje a pie, las inclemencias del tiempo, las enfermedades y la vejez, acabaron casi con la mitad de los que salieron en busca de un asilo más propicio, pero al llegar a Tenancingo, el personaje de esta leyenda, que tantas muestras de vigor y fortaleza diera durante el viaje, cayó gravemente enfermo y estuvo postrado por largos meses en cama, cuando pudo ser trasladado ya el convento estaba casi concluido. A la sombra de los Cedros de Líbano y en el ambiente casi milagroero del Santo Desierto, no tardó en recuperar la salud. Durante su larga convalecencia, muchas veces le asaltó el recuerdo punzante de la mujer que lo había llevado al claustro y sufría intensamente; Buscaba en la paz silenciosa de la ermita el consuelo y la oración, mortificaba sus carnes con aceradas disciplinas, pero nada lograba alejar de su mente el fantasma del pasado. Una tarde, hallándose de tornero y mientras cárdenos relámpagos surcaban por el cielo, vio como poco a poco regresaban los monjes de rezar su diario Vía Crucis, la electricidad del aire y el viento castigando duramente las copas de los árboles, aumentaron la inquietud mortal de su espíritu atormentado, minutos más tarde se desataba la tormenta y cuando todas las furias de la tempestad sacudían las pesadas hojas del portón, oyó sobresaltado que alguien llamaba debilmente desde afuera, todavía dudando, esperó unos instantes hasta que los golpes se repitieron, abrió y vio en el suelo un bulto informe, luchando con la tormenta consiguió meterlo y cuando levantó el capuchón se encontró cara a cara con la mujer de sus recuerdos, y todo el amor acrecentado por los años y la ausencia, las penalidades sufridas, por los recuerdos y los remordimientos, hicieron que aquel hombre, olvidando votos y creencias besara gozoso aquellos labios yertos, pero repentinamente la vida del claustro se impuso, enmedio de un choque espantoso, de ideas y de sentimientos, aquel hombre, soltó el cuerpo que abrazaba y buscando inspiración abrió la puerta; loco, caminó sin saber por donde, pasó sin darse cuenta la Puerta de la Excomunión y cegado por los torrentes de agua cayó por el barranco del Balcón rebotando de roca en roca hasta morir. Cuentan que al caer, lanzó un grito espantoso, un adiós tal vez a la vida que no quiso darle lo que esperaba. Y ese grito, hasta la fecha, se escucha a cualquier hora en la barranca, unas veces como si flotara en el aire sobre el caserío de la colonia, otras como viniendo del cerro y, en ocasiones, a pocos metros de la plataforma rocosa del Balcón. Dicen que en ese lugar se puso una cruz como recuerdo y que un rayo la hizo polvo y que cuantas veces han levantado el símbolo de perdón en ese sitio, un rayo la ha destruido. Los zapatistas y el jinete sin cabeza Durante los trágicos días de la Revolución, una fuerza zapatista al mando de Genovevo de la O. se hizo fuerte en el convento, Fray Pedro de Santa María era ya el único sobreviviente y sufrió mil vejaciones, habiendo sido llevado a cabeza de silla, enfermo y descalzo, desde el Santo Desierto hasta Tenancingo. La chusma salvaje no respetó nada, la capilla fue arrasada y los tesoros artísticos del convento saqueados o quemados. Cuentan que una soldadera se acercó en una ocasión hasta la Virgen del Carmen y mofándose le quitó al Niño de los brazos; ¿quieres leche? --dijo-- pues ven, yo te amamanto, y uniendo la acción a la palabra, en unión de su hombre, ebrio de alcohol y de sangre, hicieron una bárbara comedia, pero en esos momentos sobrevino el ataque del enemigo, las balas comenzaron a rubricar con trágicos silbidos su obra de muerte y aquella mujer todavía con el niño en los brazos cayó mostrando en el seno que ofreciera, el rojo florón de una expansiva, el hombre sólo alcanzó a montar a botasillas en un caballo y salir tendido con rumbo al puente para quedar segundos más tarde envuelto en el humo de una metralla que le arrancó de cuajo la cabeza. Muchos vecinos del Carmen y la Colonia dicen que cuando todo es silencio y todo duerme, se deja oir el ruido de unos cascos de caballo y que han visto atravesar el puente a un jinete sin cabeza. Don Guadalupe Victoria Aún cuando se asegura que los restos del primer Presidente de México reposan en una urna en la Columna de la Independencia, datos y pruebas fehacientes indican que están sepultados, cerca de los de Fray Pedro de Santa María, al pie del altar del Cristo de las Siete Suertes. Entre las familias del Carmen se ha trasmitido la leyenda de que en cierta ocasión, un hombre misterioso llegó con grandes dificultades hasta la Puerta de la Excomunión y que los frailes avisados de su llegada, lo trasladaron rápidamente al convento y nadie supo quién era el misterioso personaje. Mucho tiempo después, la enfermedad y el ostracismo hicieron que las campanas doblaran a muerte y no fue hasta entonces que se supo quién era el personaje. Tal vez el héroe, amargado y lleno de desengaños, consiguió pasar en el Santo Desierto sus últimos días de paz. La muerte de Fray Pedro de Santa María Fray Pedro de Santa María, como ya se ha dicho, fue el último carmelita que habitó el convento, falleció a consecuencia de una hemorragia provocada por las várices que padeció en la celda “5". Cuentan que el día de su muerte sucedieron raros fenómenos en toda la región; que como a las dos de la madrugada, los vecinos de Tenancingo y del Carmen despertaron sobresaltados al oir las campanas del convento repicando a duelo, que salieron de sus casas y vieron que en el cerro en cuya cúspide se levanta el convento, se iluminaba con una luz blanca y extraña, las campanas seguían repicando insistentes y se organizó rápidamente una caravana que, con los del Carmen, fueron a investigar la causa de los repiques. Grande fue su sorpresa al encontrar que la puerta estaba abierta, comprendiendo que algo raro sucedía, penetraron buscando de celda en celda hasta encontrar a Fray Pedro, muerto en la celda ”5". Mi propia leyenda Una vez llegó hasta el Santo Desierto un hombre amargado y enfermo, era un rebelde porque la vida siempre tuvo para él más amarguras que dicha, a fuerza de fingir indiferencia ya no se acordaba como era la risa ni los goces sencillos. Llegó con sus hermanos al Carmen y con ellos siguió hasta la calzada y sin saber como ni cuando comenzó a sentir que se operaba en él un milagro: el de volver a sentirse humano, el de volver a sentirse bueno. La hondonada con sus robles milenarios, con sus encinas, con su paz y su belleza, le hicieron sentir el imperativo de entender que ante el destino, conviene más oponer el escudo de la fe y de la esperanza. En el transcurso de una semana, el hombre de mi cuento recuperó lo perdido en muchos años; rió y correteó como un chiquillo, sonaba un poco extraña su risa, pero reía porque la necesidad de hacerlo se imponía, y el pozo de las lágrimas, casi seco, derramó su líquido salobre la última noche de su estancia en Tenancingo. A partir de esa semana, el incrédulo, el rebelde, el de frío corazón y ceño duro, sigue siendo un niño cuando está con sus amigos y aunque los años van plateando su cabeza, conserva el corazón limpio y alegre; ahora lucha con esperanza y cree, sinceramente, que fue en Tenancingo donde se operó este milagro… Capítulo II Donde se aprende a reir Tenancingo es, parodiando a Amado Nervo, como el “Ave María”, quién lo vio jamás lo puede olvidar, muchos recordamos con el cariño más grande los angustiosos momentos de ultratumba que pasamos por las noches y con el que ponemos a prueba el valor y el humorismo. Otros, recuerdan los paisajes, otros los amigos y algunos más, todo el conjunto de emociones que se resumen en una palabra: “Campamento”. Raro es aquel que no tenga un buen recuerdo de las lianas y del atolito y más raro aún el que no haya experimentado en carne propia, la sensación de una aparatosa caída hasta el fondo del barranco. Yo mismo, pese a mi “vejez”, no resistí la tentación de “tarzanear” en una liana que me pareció de indudable resistencia, a pocos metros del borde donde comienza el barranco tapizado de hojas, había una liana de respetable grosor; los muchachos ya habían hecho en ella verdaderas hazañas de circo y terminaron, audazmente lanzándose hacia la horqueta de un árbol que se hallaba poco más o menos a ocho metros del lugar de lanzamiento, cuando a fuerza de continuos viajes la horqueta amenazaba con sospechosos crujidos lanzar su carga humana hacia el barranco, por turnos rigurosos emprendíamos el viaje de regreso. Huelga decir que esta liana era el objeto más solicitado de todo el campamento. Pues bien, en una lanzada que me di hacia la horqueta, y cuando precisaba quedar casi de cabeza para poder trenzar la corva de una pierna en la rama, la liana se rompió estrepitosamente y sólo merced al providencial colchón de hojas que amortiguó aquella espantosa caída, puedo contar ahora mi experiencia. “Champaña” por su parte. --y esto es algo de lo que más recuerdo.-- tiene también en su haber un porrazo de mortal necesidad. Sucedió en el campamento de 1943, ocasión en que aprendí a querer en todo lo que vale a éste inmejorable muchacho; “Champaña” Moreiras se propuso ser el árbitro de la moda en Tenancingo, al efecto, lucía su indiscutible copete en condiciones que hubiera envidiado la mejor cliente de Godefroy, jamás se le vio el saco desabotonado, el quiebre del pantalón lució impecable y nunca se quitó, ni por un momento, los guantes de estambre que completaban su sello distinguido. Pues bien, repito, Champaña tampoco pudo sustraerse al deseo de pasear su distinguida humanidad en un viaje aéreo por las lianas, arreglose el nudo de la corbata, ajustó dedo por dedo de sus guantes y asiéndose de la liana partió raudo hacia el… fondo del barranco, porque apenas había despegado los pies del suelo, las manos se salieron de los guantes y Moreiras azotó la “huesamenta” en tumbos que se antojaba un juego de boliche con los árboles. ¿Te caíste? --Le gritamos. No, idiotas.--contestó desde abajo.--me bajé a orinar. Y así, uno por uno, sin excepción, de los que hemos ido a Tenancingo, podemos contar algo parecido de las lianas. Tuvo el Grupo 12 una patrulla integrada exclusivamente de rusos, lituanos y no sé que más, llamábanse Lupa, Kerbel, Kransky, Shumsky, Kobarsby y Rosemblaum; pues bien, con escolta respetable, fueron a formar cola para pasar su “prueba” en el atolito. Pasó primero Kerbel y, en las primeras sacudidas, salió disparado por los aires para caer blandamente en un regular “costalazo”; se levantó con el rostro congestionado y gritando con frenéticos alaridos en hebreo toda una magnífica recopilación de “gramática prieta” que hizo sonrojar a sus paisanos, y después, uno a uno de aquellos mártires fueron pasando. El botiquín no se daba punto de reposo y creo que si la memoria no me es infiel, que nadie, excepto la señorita Gudelia Guerra, por supuesto, nadie más que haya estado en Tenancingo, ha dejado de pasar por la “prueba obligatoria” del Atolito, que remata con broches de sulfatiazol y mercurocromo los requisitos para ganar la Insignia del Buen Campero. Claro que pasado el momento trágico de las desbarrancadas en las lianas y el atroz atolazo, el hipo hace de las suyas por la risa; comentarios que se cortan en estruendosas carcajadas y el único que por no dejar dibuja apenas una rabiosa sonrisa, es el afectado. Son las seis y media de la tarde y Pozos ha convocado a un consejo urgente de oficiales; el tema a tratar resulta nada menos que el pánico comienza a apoderarse de los muchachos, porque anoche, cuando pensábamos dormir a pierna suelta merced al descubrimiento mágico de una cobija o una almohada “olvidados y sin dueño” para acolchonar el “hueso alegre” tuvimos que confrontar macabras realidades celda por celda. Dicen los testigos que al filo de las once y media de la noche, oyeron de pronto por los corredores del convento el tañer insistente de una campana. Sin darle mayor importancia procuraron acomodo, pero de pronto, al violento golpazo dado en la puerta de sus celdas, vieron entrar a unos monjes que iracundos, los tiraron de la cama, voltearon al revés toda la celda y hasta que las oraciones que a grito herido y cada uno por su lado profirieron surtieron su efecto, los autores de tales hechos se desvanecieron como humo a través de las paredes. No se explicaban cómo había sido, todas las celdas quedaban perfectamente atrancadas, las ventanas con su reja, no permitían el paso siquiera de un gato, y no cabía duda de que era cierto, cada testigo fue confirmando lo dicho por el anterior y juraban por la hipotética salvación de su alma, que la versión era rigurosamente cierta; discrepaban eso sí, en lo que podemos llamar fisonomías de los espantos, unos decían que eran calaveras limpias y pelonas cubriéndose del frío con hábitos cafés, otros que eran momias de rostros apergaminados, otros más que los capuchones estaban francamente vacíos. En el consejo de oficiales se adujeron todas las razones habidas y por haber y se tomó el acuerdo de que si los increíbles fenómenos se repetían es noche, no quedaría más remedio que tomar alguna determinación al día siguiente, es decir, el miércoles. Los oficiales que pasaban su noviciado en Tenancingo hacían continuamente preguntas imposibles de contestar, comunicaron a sus respectivos muchachos los importantes acuerdos tomado en la junta, pero ni eso, ni los recursos heroicos adoptados por vía de precaución, impidieron que los fenómenos ectoplásmicos provocaran el acabose esa noche. Sucedió mientras estaban el Vivac, ya la bilis, como de costumbre, se había derramado en todas direcciones con motivos de los sketches de René Morelos y Cía. y cuando apenas disfrutábamos de primer buen número alguien, impulsado por el sexto o séptimo sentido y por ambos a la vez, tuvo la ocurrencia de voltear y vio que por el rumbo de la Ermita de la Magdalena un monje que atravesaba lentamente, perdiéndose por fin el aire… como es de suponer, se armó la de Dios es Cristo y acompañados por algunos resueltos, me lancé, pistola y lámpara en la mano hacia el lugar donde a todos nos constaba se había registrado el fenómeno, y no conseguí sino que dos de los que me acompañaban, señalándome algo que no pude ver, levantaron una espantosa polvareda al desmayarse. No fue posible el minuto de silencio en el final del Vivac, debido al cascabeleo de rodillas de todos los presentes y todos procurábamos acelerar el paso para refugiarnos en el convento, evitando desde luego, ver hacia el lugar de los hechos; no faltó quién opinara que durmiéramos esa noche en el Carmen y que aún a costa de perder la insignia del Buen Campero, regresáramos a México dando por terminado el campamento sin buscarle más ruido a los espantos. Se adujeron razones de hombría, del camión que ya estaba pagado etc. Sabiendo que traía yo siempre conmigo una flamante 45 de pavón morado, todos se me agolpaban buscando protección. Pongan los dedos en cruz.--les decía.-- pues creo que es la mejor forma de alejar a los fantasmas. --Mejor corta cartucho con tu pistola, manito.-- decía Ernesto Hunter. --no sabemos por donde pueda salirnos algo y si ves cualquier cosa, dispárale de plano. Y efectivamente, apenas traspuesta la puerta que conocemos por la de Fray Pedro de Santa María, vimos al fondo del corredor derecho, salir de la Sala de Consistorios, a dos monjes que vestían, uno, el hábito café del carmelita y el otro, un negro batón con capucha blanca, ambos despedían una luz ultraterrena e intermitente en la que Velez creyó ver la de una linterna sorda, caminaron por el aire algunos metros y se perdieron por fin a través de las paredes, luego entonces las versiones de los testigos llamados al consejo de oficiales eran ciertas. Nadie quiso acostarse a pesar de la avanzada hora y no hubo más remedio que irnos al patio iluminado por la luna; deseando distraer a los nerviosos, tuve que soltarme de buena fe que sirviera de sedante y de consuelo a los que me rodeaban. --¿Quién de ustedes conoció a Ovalle? pregunté, pues era nada menos que el ayudante de instructor del grupo 12; tenía en esa época más o menos unos diecinueve años, cursaba la preparatoria y era el dolor de cabeza de todos los maestros; tartamudeaba horriblemente al hablar y solamente la costumbre nos permitía sacar por consecuencias lo que quería decirnos al platicar; habitó en ese campamento en la celda 12 conmigo, Benavides, Medinilla, Pedro Diez Gutiérrez, el angelito Mallén y otro muchacho a quién apodamos El Ilofante, porque a pesar de ser más bajo de estatura que René y más flaco que Cubita, profesaba un olímpico desprecio por los chamacos. Pues todos los nombrados, pasamos en ese memorable campamento las de Caín; por las noches y muchas veces durante el día, fuimos protagonistas de atroces espantadas; cuando estábamos por recogernos, cansados, soñolientos, sin ganas de nada, de repente se dejaba oir un aullido escalofriante que, según supimos después, lanzaba el espíritu de un perro llamado Capitán, del que era propietario uno de los monjes desaparecidos y que murió poco tiempo después de Fray Pedro. Cuando las linternas no se apagaban oportunamente, una bota, generalmente y no sé porqué, una de las mías, volaba misteriosamente por el aire y hacia polvo la lámpara indiscreta, esa parecía ser la señal para que las más horrendas apariciones hicieran de nuestra pobre celda el teatro de sus hazañas. Con las primeras apariciones, El Almirante, un perro propiedad de Medinilla y que Dios quiera no pene pues ya también se murió, aullaba frenético “como si alguien le retorciera la cola”, los fantasmas golpeaban despiadadamente los traseros del Angelito Mallén, que ni por los alaridos de nosotros, los aullidos del perro, al caer de tablas y ropero despertaba; por incrédulo jalaron a Pedro a quién encontramos casi al amanecer crucificado en la cruz del comedor grande, sin sentido. Benavides, que de por sí era chapeado, parecía que toda la sangre iba a brotarle por todos los poros de la cara y pedía a gritos perdón, “por lo que hubiera hecho de malo”, Medinilla se confesaba a grito herido de todos sus gravísimos pecados, se arrepentía de haberse “clavado” el chumiate oculto en el tubo de una bota y ofrecía formalmente pagarlo al llegar a Tenancingo, clamaba lloroso y convulso, su arrepentimiento por pecados de todos los calibres que bien ocultos llevaba el el fondo de su negrísima conciencia. Desde la primera noche que llegamos al Campamento, se suscitaron éstos terribles incidentes, Ovalle recurrió desde luego al Consejo de la Sra. García Cabral, quién le dijo que solamente pusiera los dedos en cruz para alejar fantasmas, pero como al poner el práctica el consejo se llevara un buen manazo, Ovalle consideró que los dedos de la mano son pequeños y los espantos muy grandes, así que optó por arreglarse una cruz con gruesas ramas que encontró por ahí y cuando los fantasmas hacían acto de presencia en nuestra celda o se dejaban oir gritos en otra, nuestro amigo asía a la carrera su cruz y con su habitual tartamudeo, acentuado por el miedo, les espetaba algo así como: E-e-e-n n-n-n-nom-bre de-de-de-de- j-j-j-e-ssss-su-s, que-que-que-que-quie-quie-ren? Mi-mi-mi-mi-re-ren-l-l-la-aaaa Cruz, pe-pe-pe.ro fi-fi-jen-jen-jen-se ennnnnn e-e-e-e-e-lla. Pero ni la cruz ni las telegráficas razones de Ovalle bastaban para lograr tregua en los espantos. Con el relajo natural de éstas escenas, fácil será imaginarse que al día siguiente nadie sabía cuales eran sus ropas. El el último vivac, de sorpresa en sorpresa, Ovalle parpadeaba sin avenirse a creer las cosas, lloró de descanso y de tranquilidad. Mi auditorio se hacía cada vez más numeroso y escuchaba pendiente de mis palabras, las razones de mi plática tardaban mucho y no tuve más remedio que seguir, pensaba en que les contaría cuando alguien dijo --No sé por que pero se me hace que son ustedes los que tratan de espantarnos. --A ver si te callas tú, hereje-- repuse al momento.-- ¿cómo vamos a espantarnos nosotros mismos? tiéntame el corazón para que veas, cuando se ha tratado de hacer alguna guasa siempre ustedes que son tan vivos, nos han caído, cierto es que en una ocasión y no a Patrulleros hicimos eso del Juan Puñales, pero ésta vez, en serio, no hemos sido. --A ver Vaquita. --dijo otro.--cuéntanos eso de Juan Puñales. --Pues Juan Puñales --comencé-- es el apodo que le pusimos a una persona, verán, llegamos el sábado en Campamento de Amigos y el domingo vimos aparecer muy temprano por la calzada dos jinetes precediendo a dos mulas cargadas de cajones, se alojaron en la celda siguiente a la cocina y cuando paseábamos por el corredor nuestra mal reprimida curiosidad, un militar. –Coronel-- nos hacían amables muequitas de sonrisa que le valieron el mote de “león sonriente”, porque usaba el Coronel unos marciales bigotes de enhiestas guías que aún no me explico como no interferían las funciones de los párpados, eran sus bigotes un par de alcayatas de prusiano aspecto; llevaba éste señor al cinto dos pistolones 45 (como la mía morada) en tanto que su asistente, tipo indígena atareado y servil, a falta de pistolas llevaba un cuchillo en cada bota; ipso facto la palomilla bautizó al escudero con el nombrecito de Juan Puñales. En el vivac de esa noche, Coronel y asistente fueron nuestros invitados y tarde se le hizo al bigotón para narrarnos sus hazañas revolucionarias; estuvo en el combate de tal, dirigiendo a los Dorados de Villa, tomó parte distinguidísima, (que bonito encajan las esdrújulas) en la Batalla de San Fulano, y él solito determinó el resultado de la refriega; era ambidiestro y tiraba a las mil maravillas con ambas pistolas y se había librado por arte de quién sabe quién, de la lluvia de metralla que le había caído en quién sabe donde. Reforzaba sus palabras con desconsoladoras caricias a las cachas de las 45 y se llenó de fiero orgullo cuando rubricamos con nutridos aplausos sus palabras finales. Como animados por un mismo pensamiento, nos miramos socarronamente unos a los otros y por los cerebros de todos cruzó la misma idea; y nada, que desde luego la pusimos en práctica; cada uno le fue contando con mucha mano izquierda los raros sucesos que habíamos presenciando en el convento, pero el coronelazo, todavía bajo el influjo de su reciente narración, se reía estrepitosamente y juraba que no había espanto alguno que fuera capaz de pararse frente a sus ametralladoras, profirió improperio y tres cuartos, porque medio se queda corto contra virgenes, santos y fantasmas pero, por si las moscas propuso una retirada honrosa pretextando mucho sueño; para esto el asistente ya era hombre al agua, parecía atacado del mal de San Vito y si poco más duramos en el Vivac, le pega antrax de tanto mover el cuello. Nos dimos a observar cuidadosamente las costumbres de los bravos militares y con satisfacción descubrimos que ambos acostumbraban dormir una pesada siesta que terminaba ya cerca de las horas de la cena; cada vez que pasábamos por la celda, soltábamos largas caricias a los repletos cajones que dejaban asomar exquisitos jamones, quesos, vinos de mesa, latas de conservas etc… y acechábamos tenaces al par de cándidos angelitos. El martes de esa semana, terminando de comer, fueron el coronel y su asistente a cumplir con el rito de dormir su heliogabálica comida en una siesta que ni un cañonazo hubiera sido capaz de interrumpir; rápidamente se planeó el asunto y uno de nosotros, con el alma en un hilo y la vida pendiente de un idem, se coló en la celda 28 con unas pinzas en la mano, lentamente se acercó hasta el lugar donde colgaban las pistolas, amodorradas también, y sacándoles los cartuchos con las pinzas arrancó las cápsulas, sustituyó éstas por papel mascado y bien apretado, volvió a su lugar los cargadores y encomendándose al santo de su devoción, quedó en acecho de cualquier movimiento sospechoso que pudiera poner en peligro nuestras caras epidermis. Despertó por fin el coronel y de un brusco tirón despertó también al asistente, se desperezaron, se rascaron, frotáronse la cabeza y procedieron a rearmarse sin sospechar que las pistolas eran ya inofensivos artefactos. Dos paleros entramos luego a darles plática y cuando trastes en mano se dirigían a deglutir su cena, hicimos la señal… saliendo de la puerta que da a la huerta y torciendo con rumbo a la sacristía, principio y lento y espeluznante desfile de veintitantos carmelitas y ensabanados; los cancioneros o pasquines eran los breviarios y cada quién por su lado musitaba una oración con la voz más cavernosa que le era dable emitir y sin dejar ver ni un asomo de la cara. El Coronel lanzó un rotundo: ¡ay jijo! y el resto se perdió en el fragor de dieciséis disparos que hicieron retemblar los muros dejándonos casi sordos. Las pistolas vomitaron fuego y… papel mascado, pero la procesión (ese es valor del bueno)siguió imperturbable su camino para llegar a la sacristía, quitarse a la carrera sus disfraces para esconderlos debajo de un altar de inocente aspecto y salir a carrera tendida por la hortaliza brincando la barda con rumbo al Carmen. Cuando el Coronel vio que los disparos hechos casi a quemarropa no habían surtido el efecto esperado, en el paroxismo de terror más grande y con los hirsutos cabellos apuntando rebeldes hacia arriba, corrió a refugiarse a su celda, jalándonos materialmente consigo, mientras decía todo tembloroso: ¡Increíble amigos, increíble pero cierto! Por nuestra parte hubo conatos de desmayo y berridos escandalosos, (de risa) que el pobre Coronel, (Dios quiera que éstas líneas no caigan en sus manos) atribuyó al choque nervioso, para curarnos, mandó abrir una botella de cogñac que repartió generosamente, ya de cena ni se hablaba, el coronel, por prontas providencias, procedió a recargar las pavorosas pistolas, los ojos los tenía inyectados y temblaba como jamás lo debe haber hecho en lo más álgido de sus batallas. Lo más cómico eran sus antes enhiestos bigotes, ahora, éstos parecían parafinas reblandecidas y buscaban con las puntas el suelo dando al pobre señor un aspecto de mandarín chino. Ya cerca de las nueve de la noche oímos los cantos de los muchachos que volvían del Carmen; la narración de los hechos, privilegio que reclamó contundente el coronel, hizo estremecer de “terror” a los oyentes y de pronto, sin más ni más, el militar dijo a su asistente: --Abre todos los cajones y que los muchachos coman lo que quieran, pero de aquí no sale nadie, ahora nos hacemos compañía todos y al que intente pelarse me lo quemo, y usted amigo.- dijo dirigiéndose a mí. --dele suave a la guitarra y no se me duerman porque con éstas los despierto, aquí todos somos puros machos y nadie se raja! Y efectivamente, no nos permitió ni el más leve cabeceo en toda la noche, tuvimos que gritar hasta desfallecer en tanto que el coronel y su asistente pegaban brincos horribles al oir cualquier ruidito. Apenas hubo luz de día, nuestros amigos hicieron sus maletas, nos regalaron todos sus cajones con su inestimable contenido y aconsejándonos “pelar gallo” los vimos perderse por la calzada con rumbo a otro lugar donde no hubieran fantasmas que espantaran a las 45. Y que sabroso comimos… ¡palabra! “La Chiva” apodaban a un muchacho de las Tribus de Exploradores Mexicanos y éste tipo, seguramente, no vio aquello de “Tema la justicia divina…”, porque una tarde que salía de mi celda 12, lo vi venir por el corredor de la cocina con muestras muy claras de haber besado con exceso las botellas de chumiate, me pegué lo más que pude al hueco oscuro de una puerta y cuando pasó le dije en voz de bajo no sólo profundo sino muy profundo: --Ave María Purísimaaaaaa.— --Ave tu hermana.-- me contestó, y aunque afortunadamente no tengo hermana alguna por la que darme por aludido, le mandé un suavecito a la quijada que lo empotró en las oscuras profundidades de una celda, rápidamente brinqué la ventana, corrí por la Sacristía y fui a tenderme santamente en mi cama de la “12"; desde ahí podía oirse el revuelo que esto armó, ”La Chiva" registraba celda por celda y cuando llegó a la mía entró y preguntó: ¿dónde estabas? ¿Qué te pasó? --le dije-- vienes desencajado. --Ay manito. --repuso.-- fíjate que venía ahorita por el comedor, cuando oigo que alguien en cuya voz creí identificar la tuya, me dijo: --Ave María Purísima.-- y ay Vaquita, le contesté .--Ave tu hermana.-- y me han soltado un mandarriazo que me paró de cabeza en una celda. --Son los chumiates mano, ya no tomes y vete a dormir en paz. Pero no, ni por la buena ni por la mala quiso irse con sus compañeros, toda la noche lo tuvimos como huésped obligado en nuestra celda. En el mismo campamento en que Ovalle y socios sufrieron su noviciado de Tenancingo, se alojaron en la celda “13", contigua a la mía, los hermanos Hernández que fueron de visitas con nosotros; éstos muchachos no creían en nada de lo que todos les dijimos y con hachas, trancas, bancos y demás, prepararon una maquiavélica ”sorpresa" a los espantos. Tamaño desacato no puede ser tolerados en tierra de Patrulleros y por más que se les advirtió, el castigo divino no se hizo esperar. Esa noche, la primera que pasaban en el convento, al filo de la una de la madrugada volaron por arte de magia todas las barricadas protectoras e hicieron irrupción en la celda “12" seis monjes cargando sendas cruces de madera de roble a cuestas. Uno de los Hernández, el mayor, se tiró fulminante hacia el espanto más cercano tratando de taclearlo, pero con tan mala suerte, que dio de lleno con la cabeza en el roble de la cruz. A los gritos espantosos que salían de la celda ”13" corrí a ver lo que sucedía y me encontré al valiente que se empeñó en negar lo que es tan cierto como la luz del día, con los brazos y la cabeza colgando, la lengua llena de tierra y gozando de un perfecto desmayo; los compañeros y su hermano, sólo acertaban a gritar desesperadamente y a correr desalentados por entre el mar revuelto de cobijas, tablas y demás fechorías provocadas por los fantasmas. A partir de aquel momento, Hernández era capaz de asesinar al que tuviera la menor duda al respecto, el golpe le provocó un chichón del tamaño de un tejocote del Carmen… pero también a quién se le ocurre, ¿verdad? En ese mismo Campamento la asistencia fue nutridísima y el señor Rafael Vidales tuvo necesidad de hacer nido en una celda de las más lejanas sobre el ala del comedor grande. Receloso por las historias que había oído, atrancaba por las noches la puerta de su celda con una pesada loza que desde luego le garantizaba una absoluta seguridad contra fantasmas… según él. En ésta celda dormía también un muchacho apellidado “L”, que padecía incontinencia renal, quién sabe si mientras Vidales estaba en academias los fantasmas hicieron una exploración de ésta celda, pueden hasta haber destornillado una reja de madera que da a la ventana; yo no sé cual sea la verdad, pero lo cierto es que esa noche, cuando la campana de la sacristía repicaba a vuelo sin que nadie la tocara puesto que ni cordón tiene que la haga doblar y el órgano de la capilla tocaba solito la Danza Macabra, se armó un sanquintín indescriptible el la celda del pobre de Rafaelito Vidales. Quién sabe como, pero cuatro monjes emergieron del suelo y les pegaron un susto de órdago, Vidales rezaba a grito herido las primeras líneas de “La Magnífica” sin acertar a recordar las siguientes, todos trataban de seguirlo y la cantinela parecía cantinela de locos; por su parte el pobre “L”, bañó para colmo al pobre Vidales y hasta creo que de paso dio una rociada a los espantos. Con muchos trabajos logramos que se nos flanqueara la puerta, pues nadie tenía fuerzas para mover la loza que la obstruía y nos encontramos a Vidales con los brazos en cruz, empapado en sudor y en otra cosa, rezando sin cesar lo poco que se acordaba de “La Magnífica”; el olor de la celda y no los rezos, fue lo que obligó a los justamente enojados espantos a buscar oxígeno en la huerta. Vidales se enfermó de incontinencia… estomacal, y dice que él también fue revolucionario. Que mala suerte, ¿verdad? En el Campamento de Amigos de 1943, dormimos noche tras noche con la Bendición Papal, no es muy fácil de creerlo, pero verán como sucedió. Moto --el de triste recordación-- llegó tres días después que nosotros, cariñosamente le preparamos un recibimiento digno de él y por la mañana de ese día conseguimos atontar un murciélago con humo de un periódico quemado, lo guardamos convenientemente y cuando la cama de Moto estuvo hecha metimos entre las cobijas al animalito en cuestión. Para esto, el ilustre Moto ya traía entre su selecto repertorio un “Corrido a los Espantos”, que ni tardo ni perezoso nos soltó en cuanto llegó, acompañándose de si guitarrón conocido por “Pichancha” y a mayor abundamiento y para demostrarnos que en Hidalgo nacen machos, aceptó de buen grado dar una vuelta por los corredores sólo y sin linterna, y naturalmente cualquier espanto que se precie y por más ecuánime que sea, debe irritarse ante tamaño desmán, por lo que pagó… ¡y en que forma! Por primeras providencias los espantados fuimos nosotros, Moto llevó una inconcebible pijama que, parodiando a Méndez, puedo decir que no era una pijama de Moto sino un Moto con pijama, era un producto de auténtica pesadilla y esto y las bellezas del Santo Desierto, precisan de un léxico especial para ser descritas, llegamos a creer, incluso, que no había espanto capaz de resistir esa pijama que era todo un exorcismo; pues bien, puesta la famosa prenda, Moto dejó que la jícara de sus cabellos desboradara esa su opulencia en cascadas de cerdas tiesas y vibrantes, se hincó, musitó sus oraciones y terminó rezando reverentemente una estampita a colores con la fotografía del Santo Papa, a continuación buscó y rebuscó hasta encontrar el retrato de una prójima, “La Chagüa”, lo contempló embelesado, lanzó tres rebuznos que quisieron ser románticos suspiros y después de besarla con más temblores que un palúdico, la colocó bajo su ropa, del lado del calumniado corazón y se dirmió profundamente. Todo era paz y silencio en la celda 28, pero ay, demasiado bueno estando Moto ahí que, cuando menos lo pensamos lanzó un estentóreo alarido y como un alambre de acero templado, pegó un salto atroz y fue a caer sobre nosotros, porque debo hacer la saludable advertencia de que tratándose de huesped tan distinguido, le preparamos una cama aparte y a respetable distancia de la nuestra. Moto dice que una mano huesuda y helada, (gracias) le arrancó de un violento tirón los cobertores, seguramente al sentirse en libertad, el murciélago que alojamos en su cama salió atontado y fue a estrellarse chillando, el la cara misma del durmiente, (pobre animalito) y, Moto, sin más ni más, voló también a buscar refugio en nuestra cama. --Mira Moto. --rugí encolerizado-- o te vas a dormir tranquilamente y te dejas de relajos o te pongo el alma en descanso de un trancazo. --Ay Vaquita --contestó con voz quebrada-- no la arruines, no sabes que cosa tan horrorosa sentí cuando me quitaron las cobijas, y luego manito, “El Malo” me salió derechito hasta la boca, por un pelo me lo como. --Vamos a volar –repuse-- tengo sueño y si vuelves con relajos te asesino ¡y ya cállate la boca! A partir de esa noche, aún cuando como es de suponer no tuvo efecto, antes de acostarse nos bendecía con la efigie del Pontífice Romano quién, después de todo se sentiría profundamente apenado si supiera que su efigie había sido incapaz de alejar a los allegados de Alan Kardec. A los fantasmas les dio por “chocarrear”, le escondían sus anteojos, le quitaban la almohada y Moto amanecía durmiendo tranquilamente sobre sus botas. Le pusieron unos guantes de estambre rotos en los descomunales dedos de los pies, y para colmo de audacias, una mañana amaneció con todo el cuerpo horriblemente tatuado con mercuro cromo que los fantasmas robaron de nuestros botiquines. --Bueno jóvenes, creo que ya para cuentos es bastante --dije a mi cada vez más nutrido auditorio-- vámonos a acostar, recen lo que sepan, y si algo pasa que Dios nos encuentre confesados. Acompañé hasta la puerta de sus celdas a los más remisos, mi lámpara de carburo ya empezaba a dar soñolientos parpadeos, pero ni ésta ni otras razones de mayor peso impidieron que los de la celda “20 bis”, como dio en llamarla Pozos, me suplicaran en todos los tonos que les hiciera compañía siquiera mientras se desvestían. Ya respiraba tranquilo pensando que pronto mi honorable “huesamente” iría a frotar las “mataduras” en las tablas de mi cama, cuando de pronto el silencio se quebró con el insistente repicar de la temida campanita en la puerta misma de la celda, el zafarrancho que se armó no puede ser descrito, al tratar de buscar refugio entre el montón de muchachos que se apelotonaron en busca de mutua protección, mi pie dio golpe sin querer contra la única vela encendida y ya no sentí sino los tirones que manos invisibles daban a las cobijas y oí el reguero de huesos de Velez que era violentamente zarandeado en el aire sin que viéramos por quién, cuando mayor era el pánico alguien gritó: --¡Somos católicos! ¡por favorcito, déjenos tranquilos,! ¡váyanse,! ¡no hemos hecho nada malo,! ¡somos católicos! Y ya es de imaginarse lo que siguió; cuando al fin se fueron los fantasmas desvaneciendo por las paredes, al encender un cerrillo pude ver la colección de caras más formidable que mortal alguno haya visto. De la celda “20 bis” siguieron los espantos a la “21", ”Glostora" , pese a sus ochenta y pico de kilos muy bien surtidos, fue arrancado literalmente de la cama y estrellado contra la cómoda en que por una trágica ironía esa mañana habían puesto con bellotas: “Bienvenidos”. Lara siguió el mismo camino, Pomar sufrió un accidente estomacal de los peores y los gritos, salves y demás seguían sonando mucho tiempo después de idos los fantasmas. Joaquín Guerra, “Cubita”, emulando a Vidales, había asegurado la puerta de su celda en forma tal que ni, que ni un honrado ratero hubiera sido capaz de violar la barricada pero, desgraciadamente, y según dicen los de la “28", una mano descarnada, transparente y luminosa, metiose por entre un vidrio roto de la ventana que da a la huerta, arrancó la cobija que servía de cortina y vieron aparecer un esqueleto vistiendo un etéreo hábito de monje… que los bendijo y poco a poco se desvaneció en el aire dando un grito lastimero. Guerra dice que pidió auxilio con el silbato, pero lo que desde nuestras camas oímos sobrecogidos de terror los silbatazos del abuelo jibarito, podemos asegurar que fue toda una carta nocturna, con sintaxix, puntuación y todas las de la ley. Al día siguiente… nadie podía buscar sol en el patio donde se asoleaban las cobijas. El campamento sigue su marcha, las horas se desgranan lentas, sabrosas; academias, saltos, competencias, natación, lianas y atolito… pero el tiempo corre y nos hace confrontar al fin la trágica realidad del último día en el Santo Desierto, lo que por costumbre habíamos dejado ya de admirar cobraba nuevos aspectos; queríamos llevarnos bien grabados todos los paisajes, todos los recuerdos; algunos con la frente contraída, comenzaban a ordenar sus efectos dispersos por fantasmas y muchachos. --Que tristes nos vamos a quedar otra vez ahora que se van ustedes --dijo don Hipólito temblándole el mentón-- cuando están ustedes aquí parece que hay más vida, parece que hay más sol… Nosotros mismos no nos resignábamos a aceptar la dispersión de esa enorme familia que vivió tan feliz y tan unida, los más contrarios sentimientos luchaban en nuestras alma en dolorosas tempestades, cierto era que volvíamos al seno del hogar y al calor de los seres queridos, pero cierto era también que volvíamos al mundo forzado de apariencias y de lucha sin cuartel. Ese día, viernes, todas las caras cambiaron, hubo un silencio nervioso, alegrías forzadas, tal vez ese día fue el único en que nos levantmos temprano, visitamos con el corazón oprimido la huerta reventona de rosales, el manatial, el puente, las lianas; el mismo pensamiento, “Mañana nos vamos” dominaba en todos y los ojos se nublaban ante lo irremediable, ese viernes el tiempo pareció correr más de prisa, no nos resignábamos a pensar en que muy pronto, la ausencia nos haría suspirar como nunca por quienes caminamos, comimos, reímos, y vivimos en una perfecta armonía. Pese a la estupenda comida, la última en el campamento, con pollos de la colonia, y todo lo demás que fue derroche de exquisiteces, era mayor y más pesado el silencio, las miradas se clavaban persistentes de cara en cara como queriendo grabar fijamente los recuerdos para cuando no estuvieran tan cerca como entonces. Por la tarde recogimos leña para el último Vivac, leña para hacer la última fogata del campamento; los más grandes lográbamos a veces hacer un chiste bueno, pero enseguida las caras que días antes eran todo sonrisas y alegría, volvían al rictus angustioso que nubló nuestras últimas horas en el Santo Desierto tan amado; porque en el pasamos una semana entre quienes un sólo espíritu anima varios cuerpos, porque fue una semana llamada a la Comunión de la Amistad más grande y más hermosa en el altar carmelita en el Santo Desierto; para ese lugar bendito que no puede ser descrito porque en el se amalgaman las almas y las cosas sin rebuscamientos. Casi no cenamos, las linternas puntearon la oscuridad de la explanada y al amparo de nuestro roble amigo pronto surgió como una invitación a la conformidad, una llama enorme y juguetona de la hoguera, se repitieron los mejores números del Campamento, Estephanía Floranova, (Esteban Martínez), Jesuska Camotovsky, (Palomo) y Norflo de la popotacha, (Pérez) estremecieron de alegría y risa con su incomparable número de las Triples de París, Esteban parecía una muchacha machorra y quintopatiera capaz de hacer correr al galán menos escrupuloso, Palomo era un oso amaestrado del Circo Americano, al que sólo faltaban los patines y la bicicleta Pallenberg al frente, Pérez era una figura atroz con las pipas de Mayo simulando las antenas de las Mariposas del Amor. Todavía recuerdo y me rio del toque de cuadrillas que hizo brotar a “Glostora” y a “Cubita”, el uno personificando a Nerón y el otro a Proserpina, (que dolor para la historia), “Glostora” con pámpanos y uvas en la revuelta cabellera, gordo y gelatinoso y “Cubita”, la imágen viva de la amibiasis, tiritando de frío bajo sus transparentes vestiduras contoneándose al son de “Los Patinadores”, La Mujer Aguila con su diálogo genial, el Coro Guadalupano y las recitaciones de Méndez y Marcelo. ¿Recuerdan a “Digás Pepét” la sarna perrosa, las pruebas de paciencia que nos hizo pasar René Morelos con sus desabridos “sketches”? Buscamos la proximidad de nuestros mejores amigos, era algo terrible escoger porque hubiéramos querido estar cerca de todos; poco a poco el Vivac fue decayendo, las canciones las oíamos vagamente, además, casi todos estuvimos afónicos y con afecciones de la garganta, a veces volteábamos para ver en esa última noche de campamento las cúpulas blancas del convento y, ya cuando los nervios estaban tensos de emoción, llegó el momento más duro, el más sentimental y más querido; Pozos concedió la palabra a los muchachos, habló David, habló Mario Moreno el excelente amigo, hablaron otros; siguió Mayo, luego Queco que fue él que mejor pudo expresar sus ideas y luego yo, que nada pude coordinar en mi revuelto cerebro dejando mejor que la emoción dominara mis palabras; cuántas cosas hubiera querido decir, como si hubiera deseado sacarme el corazón para que él dijera lo que yo no pude. Pozos habló al último, y con esas sencillez rica en sentires que le es propia, dijo: “…Los que vinimos ésta vez al campamento, no volveremos a ver las mismas caras, la vida lo ha dispuesto así, posiblemente volvamos muchos de los que estamos aquí reunidos a éste lugar; unos con sus familiares y amigos, otros con los Patrulleros, pero seguramente nunca los mismos que en ésta ocasión, es ley inexorable del destino…” Y quiénes lean en el muelle ambiente de la capital éstas líneas, jamás podrán comprender el porqué nuestros ojos se nublaron; jamás podrán concebir porque nuestras gargantas trataron de acallar sollozos de un pesar profundo y doloroso, y menos porqué cuando después de poner nuestro leño en la Fogata de la Amistad y al cerrar las manos convulsas, casi haciéndonos daño por la fuerza del apretón, las lagrimas calientes y ardorosas rebasaron el marco de los ojos para vaciar toda la emoción de aquel momento, la señorita Gudelia, a quién por expreso deseo de Pozos tuve el gusto de atender en el campamento, y Palomo, unían sus manos con las mías, Pozos con las de ella y con las de alguno de sus muchachos a quienes tanto quiere y y quienes tanto lo quieren, Queco con Carlos Jiménez, Mayo con Lima y David, Mario Guajardo, Martha, Anita Gómez también de grata recordación, todos… Como plomo sentimos trancurrir los tres minutos de silencio y luchando desesperadamente para evitar que los muchachos me vieran llorar --primer impulso subconciente del torbellino-- abracé con infinito cariño a todos los que buscaban el apretón de mis brazos, a la señorita Gudelia, a mi buen y grande amigo Palomo, abrazaba y me abrazaban con un cariño que solamente en esos momentos se puede aquilatar. Ernesto Hunter, lo recuerdo, chocó literalmente conmigo al abrazarme y sólo dijo: ¡"Vaca"!, y los hombros y todo él se estremecian por la violencia del llanto, con Pablote, con Martha, con Rafael, Queco, Mayo, Lima, Marco Antonio con todos, dejé al fin que el dolor artero me venciera y junto con ellos lloré como solamente llora un hombre; cuando abrazaba a alguno como un kaleidoscopio recordaba algún detalle suyo, su cara a la hora de los campanazos, alguna palabra que se incorporó al lenguaje patrullero, los maravillosos paseos con la señorita Guudelia, su sobrina, Martita, la hermana de todos los Amigos del Bosque, Palomo, nuestra búsqueda de guajolotes, el manantial donde leímos versos. “Champaña” vino a abrazarme con ese cariño que solamente el que siento yo por él le iguala, Lima casi me hizo tronar el costillaje por la fuerza de su abrazo. El cielo, mismo que antes estuviera encapotado nos despidió con miradas de estrellas porque en esa noche indefinible y con la luz temblona de sus luceros parecía también llorar nuestra partida. Sólo los chicos durmieron esa noche, los mayores organizamos un paseo para despedirnos del Balcón del Diablo; eran ya pasadas las doce de la noche pero necesitábamos prolongar esos momentos cuyo fin estaba por sonar. Don Hipólito fue cantando con ese sello verdad e inconfundible de la canción ranchera en la que lloran nuestros indios; ya clareaba la madrugada cuando volvimos al Convento, buscamos en el sueño paz a las emociones de aquel día. Con cuanto pesar hicimos los equipajes, nuevamente las mudanzas volvieron a inquietarnos y una mochila precisaba del concurso de tres muchachos para hacerse; todos habían perdido algo, desde la costumbre de dar los buenos días hasta las más necesarias prendas de ropa interior. Y cerca de las once, al doblar el recodo que oculta de la vista el convento, marchamos de regreso a muchas cosas… Cómo olvidar los días que inexorablemente se han ido, cómo olvidar esa semana en que el tiempo y dolores quedaron relegados hasta llegar sedientos de recuperaciones, el viernes en el último vivac para hacernos confrontar el fatalismo del destino. Vienen a mi mente tantos y tantos recuerdos, que ordenarlos ha sido tarea muy superior a mis fuerzas, brincan el las celdillas de mi cerebro de una a otra emoción, repican campanas argentinas que fueron en Tenancingo risas y caen rodando al corazón para quedar en él envueltos en sentimiento y añoranzas.

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